Desde el exilio
por Manuela Calvo
El ocaso de la libertad de prensa
La antropóloga feminista Rita Segato define la pedagogía de la crueldad como un mecanismo cultural que convierte la violencia extrema en un acto didáctico: a través del dolor infligido a unos pocos se le enseña a muchos cuáles son los límites que no se deben traspasar. El femicidio, explica Segato, funciona como una advertencia inscrita sobre el cuerpo de las mujeres para disciplinar al conjunto. Hoy, esa misma lógica se extiende a otros conjuntos, entre ellos al periodismo: los ataques sangrientos de quienes cubren marchas, allanamientos judiciales arbitrarios como una posibilidad y la persecucion judicial y el desprestigio sistematico de nuestra labor, son ejemplificadores y buscan enseñar a toda la sociedad que la palabra pública puede castigarse.
La espectacularización de cada agresión a un periodista cumple un rol pedagógico. La botella que estalla en la cabeza de un notero durante un acto con presencia presidencial no solo hiere a un individuo: advierte a todos los colegas que cubrir un acto político puede costar caro. Las imputaciones arbitrarias, allanamientos sin garantías, las difamaciones públicas o la criminalización judicial cumplen la misma función: transforman al periodista en un cuerpo escarmentado que enseña miedo, silencio y obediencia. El espectáculo mediático de estos ataques, sumado al silencio de las autoridades, refuerza la naturalización de la violencia hasta volverla paisaje cotidiano.
Mi propio caso es un ejemplo de esta pedagogía. Me allanaron, me imputaron en delitos que no cometí, me hostigaron con violencia institucional sistemática y me expusieron públicamente en una campaña de difamaciónque lleva años y que escaló hasta lo insoportable. Esa escalada me obligó al exilio, no como decisión voluntaria, sino como única vía para preservar mi vida y la de mi familia. Pero lo que me ocurrió a mí no es un hecho aislado: es un laboratorio, un ensayo de lo que hoypodemos ver como se replica en escala nacional contra otros colegas y defensores de derechos humanos. Lo que antes parecía una excepción se ha convertido en regla.
La Constitución Nacional reconoce el secreto de la fuente, pero congresistas lo cuestionan abiertamente y sin vergüenza y hasta vanagloriandose de proponer que quieren quitar esa garantia. Los organismos estatales que tienen la responsabilidad de garantizar la libertad de prensa se volvieron complices necesarios de este asecho sistematico y fingen demencia ante las evidencias de esta avanzada antidemocratica. Los allanamientos se presentan como “posibilidades” legítimas, cuando en realidad son utilizados como medidas de disciplinamiento de voces criticas. y esta ausencia de garantías revela la fragilidad del estado de derecho: si informar sobre hechos de interés público se vuelve un acto punible, la democracia queda reducida a un cascarón vacío y una ciudadania sometida a la mentira como politica de estado.
Algunos episodios logran despertar reacciones de repudio, como los ataques a figuras reconocidas del periodismo. Pero en la mayoría de los casos, especialmente en el interior profundo, reina el silencio. Poco recordómos a Griselda Blanco, asesinada en Corrientes, y lo poco se menciona el exilio forzado de Luciana Peker es un reflejo de como se empezo con la persecución de periodistas feministas sin que despertara la reacción necesaria que evitara que hoy estemos en esta instancia de escalada. Ni hablar de aquellos casos que ni conocemos, casos de periodistas hostigados en ciudades o pueblos alejados del centro mediático. El silencio, en este contexto, también es pedagógico: enseña que hay vidas y voces descartables, que no merecen protección ni memoria.
Desde el exilio, observo cómo se consolida un modelo político que espectaculariza la desprotección de la prensa y convierte en norma lo que debería ser intolerable. La pedagogía de la crueldad nos empuja a aceptar la violencia como destino y el exilio como única salida posible. Pero un país donde informar es un acto de riesgo, donde los periodistas deben cubrir protestas con cascos y donde la crítica se responde con violencia estatal o paraestatal, no puede llamarse plenamente democrático.
La libertad de prensa no es un privilegio corporativo: es un pilar del estado de derecho y una condición de posibilidad para que la ciudadanía acceda a la verdad. Su ausencia, su silenciamiento o su disciplinamiento marcan la frontera entre una democracia viva y un régimen autoritario. En la Argentina de hoy, esa frontera se ha desdibujado peligrosamente.
Y ante esos discursos complices que nos tratan de exageradas o nos acusan de victimizarnos al irnos del pais, solo decirles que me sé una privilegiada. Porque tuve y tengo una amorosa red de contención que me sostuvo en pie y me dio fuerzas en los años más duros. Porque soy de las pocas que cuenta con el apoyo de organismos internacionales ante esta emergencia. Porque, aún en medio de tanto hostigamiento, venimos zafando de tragedias de las que otros y otras no logran escapar.
Pero necesito que se entienda: no se puede tolerar la intolerancia. Mientras Milei se va del país para venderlo al mejor postor, las que le ponemos el cuerpo para sostenerlo padecemos violencias impunes. Mientras periodistas sobreviven al ataque permanente por señalar abusos de poder, el presidente legitima como “libertad de expresión” su propio derecho a violentar a niños y a personas con discapacidad.
El país de las Madres y Abuelas de plaza de mayo no se merece este desenlace. Seamos dignos de la memoria de Rodolfo Walsh y recordemos a José Luis Cabezas antes de que sea demasiado tarde. Porque sin libertad de prensa no hay democracia, y sin democracia, todo lo demás se vuelve apenas un decorado para la crueldad.