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La arenga de la Intervención Federal

por Manuela Calvo

y el machismo organizado

No es raro que en La Rioja parte de su casta quiera acceder al poder por vías alternativas a la democracia.
Hoy la provincia vive un escenario de ideas fragmentadas en proporciones casi exactas: un tercio no quiere a este gobierno provincial y prefiere el nacional; un tercio sigue bancando al gobierno local; y un tercio simplemente no se interesa por quién gobierna.

En este marco vuelve a activarse el sueño de la intervención federal, algo que ciertos sectores vienen arengando hace tiempo. Para quienes habitamos estos territorios no sorprende detectar cómo, hace años, se organiza y avanza un neomenemismo, de la mano de familias que desplegaron todo su poder en los ’90 y que hoy gozan de la impunidad de haber volado ciudades sin consecuencias. A 30 años de la voladura de Río Tercero, observamos cómo los hechos consumados quedan invisibles ante una economía de la atención que nos bombardea mientras nos saquean.

Ese “Carlo” de la serie de Amazon Prime estaría orgulloso del plot twist: la realidad supera a la ficción.

Hoy, desde el exilio, veo a mi agresor impune hablar de censura y persecución mientras milita por algo que advertí hace años.
La vida en La Rioja nos obliga a desarrollar ciertos talentos, y a mi me toco ese sexto sentido propio de experimentar eventos extraordinarios que te obligan a dimensionar lo endeble que puede volverse el Estado de derecho.

Consciente de cómo atacaron a mi padre para bajar a otro gobernador hace algunas décadas, me tocó estar en sus zapatos y abrazar ese legado, sobreviviendo en un alerta constante durante estos últimos años. La mayoría no dimensiona las habilidades que desarrollamos para resistir al acecho: de esos que un domingo a la mañana te despiertan para allanarte la vida porque un pelado desquiciado puede.

Eso si, mi capacidad de documentar la violencia mediática y simbólica utilizada para abusar de la asimetría de poder, se potenció después de haber publicado la primera parte de aquel documental sobre una Mala Víctima que pretendia contrastar esa violencia con la voz de quienes la padecen, para generar una conciencia colectiva sobre ello. 

Lo que está ocurriendo hoy en La Rioja no puede leerse como una sucesión aislada de hechos: forma parte de una estrategia política sostenida para instalar la idea de que la provincia es “ingobernable” y que, por lo tanto, requiere una intervención federal. Por eso muchos no preferian que debatieramos sobre gobernanza. 

Este discurso no aparece espontáneamente. Tiene actores identificables, un lenguaje repetido y una metodología constante:

Primero se identifica un tema sensible como la violencia institucional, la vulneración de la niñez, la corrupción judicial.
Apropiarse del reclamos legitimos y desplazar a las víctimas reales del centro de la escena fue parte de algo sistematico mediante expansión mediática, convertiendo casos puntuales en un argumentos políticos para llegar a idea meta: “La Rioja debe ser intervenida”.
La intervención federal no es un pedido de transparencia:
es una herramienta para desplazar autoridades electas. 
Este tipo de operaciones adquiere fuerza en contextos de fragmentación social y desconfianza institucional. Actualmente, la provincia atraviesa un escenario en el que el voto se distribuye casi en tercios: oficialismo, oposición y desafección política. Ese mapa favorece que sectores minoritarios puedan imponer su agenda si logran producir una sensación de crisis permanente.

Antecedente histórico

En 2011, Julio César Martínez solicitó la intervención del Poder Judicial riojano alertando que el Gobernador Beder Herrera habia nombrado a Mario Emilio Pagotto en el TSJ siendo su pariente. Este pedido no prosperó, pero la diferencia con el escenario actual es la crisis democrática nacional, sumada al clima de deslegitimación general hacia las instituciones. Hoy, esa aquella idea que en 2011 parecía un circo  se presenta como posible.

No es un detalle que durante décadas, la familia Pagotto ocupó simultáneamente posiciones clave dentro del Poder Judicial de La Rioja, conformando una estructura de poder familiar dentro del sistema de justicia. Roberto Pagotto integró la Cámara Tercera en lo Criminal y Correccional; su hermano Mario Emilio Pagotto fue vocal y posteriormente presidente del Tribunal Superior de Justicia (TSJ), máxima autoridad judicial de la provincia, todo esto mientras el acual Senador libertario litigaba desde su estudio juridico. Esta concentración de poder judicial dentro de un mismo núcleo familiar motivó cuestionamientos públicos y debates legislativos. Ademas del pedido de intervención federal del 2011, en 2013, la Legislatura provincial inició un proceso de juicio político contra Mario Emilio Pagotto, luego de que el abogado Enrique Leiva presentara una solicitud por presunto tráfico de influencias. La Comisión Investigadora quedó integrada por diputadas y diputados de distintos bloques, y el proceso quedó documentado en actas de la Sala Acusadora. A más de una década de aquellos cuestionamientos, la influencia familiar no desapareció: hoy, un miembro de su descendencia, Emilio Pagotto, se presenta como actor central en causas judiciales de alto impacto mediático, mientras su tío Juan Carlos Pagotto ocupa una banca en el Senado de la Nación representando al partido político que actualmente impulsaria la posibilidad de una intervención federal sobre la provincia de La Rioja, gobernada por una fuerza opositora. Esta continuidad del control de estructuras judiciales en una generación a la articulación judicial-mediática-política en la siguiente, configura un fenómeno relevante para comprender el momento actual: no se trata de un abogado aislado, sino de un linaje judicial-político con capacidad de incidencia institucional real

Actores y estrategia mediática

Uno de los fenómenos comunicacionales más significativos del ciclo político actual es la apropiación y resignificación de palabras cargadas de sentido moral, especialmente en torno a dos conceptos: casta y libertad.

En su origen, “casta” se instaló como una crítica a las élites que se benefician del Estado sin control ciudadano. Pero la eficacia del término no radica en describir una estructura de poder, sino en la capacidad de nombrar un enemigo. La palabra se convierte en arma retórica: quien acusa, queda automáticamente del lado de “la gente”; quien es acusado, pasa a ser “casta”.

Así, herederos de familias tradicionales asociadas al poder político, judicial o económico, incluyendo linajes formados durante el menemismo en los años ’90,  pueden presentarse públicamente como anticasta. No porque hayan cambiado sus prácticas, sino porque cambiaron la narrativa mediante la cual se explican a sí mismos.

El sector que hoy impulsa la intervención judicial, no solo esta conformada por los herederos de la familia Pagotto, sino que se configura en tiene elementos clave: operadores jurídicos que sistematicamente intervinenen en causas de interes público generando alto impacto emocional y mediático con propaganda politica alineada con el gobierno nacional. Una narrativa de transparencia y lucha contra la corrupción judicial, que se sostiene en redes y medios afines,
con una capitalización electoral del malestar social, especialmente de quienes sienten que el sistema judicial no responde. Y el punto crítico es que esta narrativa se construye confrontando a los feminismos y utilizando casos en trámite donde hay niñas, niños y adolescentes involucrados. En lugar de resguardar la intimidad y el interés superior de la niñez se los expone sin limites como herramienta que construye poder mediante un show de impunidad que jerarquiza en terminos de necropolitica. 

Desde un enfoque de necropolítica, concepto desarrollado por Achille Mbembe para describir el ejercicio del poder que decide quién merece protección y quién puede ser sacrificado, puede observarse un patrón claro: este abogado expone públicamente a menores involucrados en causas de abuso intrafamiliar, desacredita sus testimonios antes de que puedan declarar en Cámara Gesell y, en paralelo, criminaliza a las madres que denuncian violencia, a las profesionales que las acompañan y a las periodistas que documentan estos hechos con perspectiva de derechos humanos. En este esquema, la niñez deja de ser sujeto de derechos para convertirse en un objeto narrativo funcional a un proyecto político. La necropolítica no actúa solo sobre la vida biológica, sino sobre la vida simbólica: decide qué voces tienen derecho a existir públicamente y cuáles pueden ser destruidas para sostener un relato de poder. Así, mientras las madres, abogadas, periodistas y funcionarias son acusadas, censuradas o expuestas a procesos judiciales intimidatorios, los adultos denunciados y quienes operan estas maniobras mediáticas son presentados como defensores de la “transparencia judicial”. La operación es eficaz porque invierte las jerarquías de protección: quienes tienen menos poder, niñas, madres, profesionales que acompañan, son silenciadas y criminalizadas, mientras quienes poseen poder institucional o mediático son legitimados como actores morales. La pregunta de fondo es ética y democrática: ¿qué vidas se consideran valiosas y qué vidas pueden ser instrumentalizadas para construir una narrativa política? Cuando la disputa por el poder habilita la exposición mediática de una niña y criminaliza a quienes intentan protegerla, lo que está en riesgo no es solo un proceso judicial, sino el principio básico de la democracia: ningún objetivo político puede justificar la destrucción de los más vulnerables.

El riesgo institucional es evidente: cuando el Estado permite que actores privados con poder político o mediático operen sobre procesos judiciales en curso que involucran a niñas y niños, sin sanciones ni límites claros, abdica de su responsabilidad de garantizar derechos y se transforma en facilitador de prácticas de daño. La responsabilidad estatal no se concentra únicamente en quienes ejecutan la violencia simbólica o instrumentalizan causas sensibles, sino también en los organismos que, por acción u omisión, lo permiten. Cada vez que una autoridad judicial tolera la exposición pública de una niña, desoye las alertas de profesionales o ignora la obligación de actuar con perspectiva de derechos humanos, se erosiona el Estado de derecho. Cuando no se investiga la usurpación de identidad institucional o la manipulación de familias vulnerables, se envía un mensaje de impunidad: hay personas habilitadas a operar por fuera de la ley. Dejar que actores con intereses político-electorales intervengan en expedientes vinculados a violencia o abusos intrafamiliares no solo pone en riesgo a las víctimas, sino que convierte a la justicia en escenario de disputa de poder. En ese marco, la omisión estatal no es neutral: perpetúa un modelo en el que la protección de la niñez queda supeditada al cálculo político. Y cuando el Estado se vuelve incapaz de garantizar que los derechos no dependan del poder relativo de cada parte, deja de existir como garante democrático para convertirse en espectador de su propio vaciamiento institucional.

Frente a estrategias transnacionales que operan de manera coordinada en distintos países para capturar instituciones, instalar desinformación y fracturar la confianza pública, el desafío no es reaccionar a cada ofensiva, sino construir mecanismos permanentes de protección institucional.
Lo que se espera de un gobierno electo es claro: cumplir y hacer cumplir los límites republicanos. Eso implica asegurar que ningún actor privado pueda operar sobre causas judiciales en curso, resguardar la independencia de los poderes del Estado y prevenir el uso de la justicia como arma política. Requiere garantizar que la protección de niñas, niños y adolescentes esté por encima de cualquier agenda partidaria, y que ninguna acción de gobierno permita ni legitime la exposición mediática u otras vulneraciones de derechos de menores involucrados en procesos judiciales.
La salida es fortalecer la institucionalidad. Esto se logra con transparencia real, con rendición de cuentas, con organismos que investiguen sin temor a represalias y con una ciudadanía informada que exija lo que le corresponde: vivir en un país donde la ley no dependa del poder relativo de cada persona, sino de las garantías que el Estado tiene el deber de preservar.
Defender la democracia implica volver a recordar lo esencial: el poder institucional no es propiedad de quien lo ocupa, sino una responsabilidad que se ejerce en nombre de todos. Y cuando esa responsabilidad se siente abandonada, el camino no es la intervención ni cualquier atajo autoritario, sino más y mejor democracia: más controles, más derechos, limitar la violencia y más verdad. Porque sin verdad no hay justicia, y sin justicia no hay democracia posible.