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Niñas y adolescentes silenciadas por sus perpetradores

Por Manuela Calvo


Mientras el mundo debate la miniserie Adolescentes de Netflix y se interroga sobre cómo las masculinidades violentas atraviesan la vida de las chicas, en La Rioja seguimos atrapados en una escena inversa: aquí, cuando las niñas hablan, el poder grita. Y lo hace con furia, con micrófono, con tribunales, y con una maquinaria que garantiza que ninguna otra se atreva a abrir la boca.

La miniserie britanica que generó conversación global expone cómo la violencia patriarcal se cuela en todos los rincones de la adolescencia: en las aulas, en las redes, en los vínculos afectivos, en la justicia. Lo más potente de ese relato es su enfoque rompe con el silenciamiento tradiciolal de este tipo de problemas. En un contexto donde los movimientos feministas contribuyeron a que las chicas hablen, que cuenten lo que les pasa. y que se hayan puesto en común delitos públicos de instancias privadas, construyendo sentido que provocó que la vergüenza cambiara de bando. En algunos territorios la resistencia machista es empoderada, y lo que esta miniserie plantea es apenas un punto de partida de un debate que en La Rioja parece un privilegio inalcanzable.


Violencias sexuales contra niñas y adolescentes: revictimización, show mediático y el silenciamiento a favor de los agresore.

En La Rioja, Fundación Pares —organización que presido— divulgó un pronunciamiento contundente sobre la revictimización sistemática que sufren las niñas y adolescentes que denuncian violencias sexuales, particularmente en contextos cercanos. Lo que se denuncia es concreto: niñas obligadas estar en contacto con sus agresores. Niñas expuestas en medios, redes sociales y hasta empapeladas en vía pública. Niñas excluidas de las aulas, mientras los denunciados asisten como si nada. Madres judicializadas. Pruebas desestimadas. Periodistas perseguidas por informar. Y las palabras de las victimas desmentidas sistematicamente mientras intentan sobrevivir a los hechos que relatan ante el estado.

La revictimización no es un efecto colateral: es una política activa, sostenida por decisiones judiciales, coberturas periodísticas irresponsables y por una cultura que habilita a las masculinidades violentas a imponer su relato por sobre el de las víctimas.

Mientras otras sociedades debaten cómo reconstruir vínculos más igualitarios, en La Rioja se organizan conferencias de prensa de hombres denunciados por abuso sexual para desmentir fallos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Es lo que hizo Matías Vergara, quien además me denunció por un delito que no cometí, y hoy niega públicamente —sin consecuencias— lo que la Corte dijo con claridad: que la justicia riojana priorizó el rigor formal por encima del interés superior de la niña.

Mi propia persecución judicial —allanamiento, censura, causas armadas, imputaciones sin pruebas— fue impulsada por un abogado que es sobrino del senador riojano de La Libertad Avanza Juan Carlos Pagotto, quien desde el Congreso promueve proyectos legislativos en perjuicio de niños, niñas y adolescentes vulneradas.  Tanto el abogado como el senador son familiares directos de Alfredo Chade, exfuncionario público que en 2019 fue denunciado por la madre de una niña por abuso sexual y a quien le encontraron casi mil archivos de explotación sexual infantil. Tras años de dilaciones, cuatro intentos fallidos de inicio del juicio y un historial de revictimización que incluye la pérdida de la primera cámara Gesell, Chade enfrentará juicio este martes. El pasado viernes, el proceso volvió a frustrarse porque su defensa no se presentó y la defensa oficial se negó a representarlo. Un acusado con poder político y vínculos institucionales que sigue sin condena a pesar de la abundante evidencia en su contra.

Ese mismo sistema que a mí me censuró judicialmente desde 2022, sin derecho a defensa, sigue operando con naturalidad. Y no solo para callarme: también para proteger a quienes desde el poder construyen su defensa pública revictimizando a las niñas.

Hace apenas unas semanas, mientras investigábamos sobre la responsabilidad de los adultos en un caso de violencia sexual que se dirime en la justicia en el que posterior al hecho denunciado se suman los reclamos por la revictimización de la joven denunciante a la que se expuso publicamente desde el ambitos de la comunidad escolar como la cuenta de la promo de su curso de la escuela.  Fuimos agredidos —mi equipo y yo— por la defensa del acusado. Lo que siguió fue un operativo mediático liderado por Soledad Varas, centrado en mi cuerpo, mi olor, mi activismo y mis colegas jóvenes, expuestos en redes y medios de comunicación sin derecho a réplica. Una estrategia que busca deslegitimar, desinformar y disciplinar.

¿Y la víctima? Invisible.
¿Y las instituciones? Ausentes.
¿Y la sociedad? Mirando para otro lado o reproduciendo mensajes de odio. 

Mientras el mundo mira una miniserie que invita a cuestionar los mandatos de masculinidad violentos que refuerzan la violencia de género con este tipo de mensajes, en La Rioja, escuchar a una niña que denuncia sigue siendo una amenaza al orden. Porque creerle a una víctima obliga a mover estructuras que el poder no está dispuesto a tocar. Por eso la reacción es tan feroz. Por eso se persigue a quien investiga. Por eso se empapela con el rostro de una niña a la ciudad sin que nadie actúe.


Como periodista, como presidenta de una fundación que acompaña a víctimas, y como ciudadana, digo lo obvio: esto no es justicia. Esto es impunidad con ropaje institucional. Y es nuestra obligación denunciarla, nombrarla y desarmarla.

Cada discurso de odio tiene consecuencias. Cada burla presidencial contra las feministas legitima más violencia. Cada política de ajuste que recorta derechos deja a más mujeres desprotegidas.